EXTRACTO 1, PRIMERA PARTE.

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PARTE I

LA VIDA ES EL MAYOR DE LOS RIESGOS.

SIEMPRE NOS OFRECE LA OPORTUNIDAD DE UN NUEVO COMIENZO,

PERO HAY QUE TENER CORAJE PARA AFRONTARLO.


1

 

 

–¡Amagi! –gritó Yuseph, despertando en mitad del alba.

Aún jadeaba y, como cada noche, el catre estaba empapado en sudor. Otra vez había tenido el mismo sueño, el mismo que las últimas siete mil trescientas noches, desde el día en que había nacido.

Sin embargo, esta vez era distinta, porque hoy Yuseph cumplía veinte años.

Envuelto en la oscuridad de la noche, volvió a pronunciar aquella misteriosa palabra, como si tratase de invocarla:

–Amagi…

¿Qué significaría?, se preguntó aturdido. ¿Por qué se repetía aquel sueño una y otra vez? No podía recordar nada relacionado, pero sintió algo extraño: el corazón le dio un vuelco.

En el sueño, aparecía ante la verja de su casa. La abría y atravesaba el patio lentamente. Justo en el centro crecía un árbol enorme y ramoso. Sus gruesas raíces habían taladrado la tierra hasta abollar los muros de la fachada. Todo estaba muy descuidado, como si hubiesen pasado muchos años y nadie se hubiera preocupado de conservar la propiedad. Cuando llegaba al umbral, empujaba las hojas con la palma de las manos y entraba en el interior. La estancia estaba abandonada a la oscuridad, salvo por unos rayos de luz que la atravesaban como dagas. Entonces, había algo que llamaba su atención… Algo que jamás había visto antes. En la galería que rodeaba el patio, bajo la techumbre, se apilaban contra la pared, unos sobre otros, baúles de madera. Se preguntaba de dónde habrían salido mientras caminaba hasta ellos y trataba de abrirlos. Estaban sellados y, aunque los agitaba con fuerza, no cedían. Hasta que uno de ellos, empujado por el zarandeo, caía al suelo y se abría con el impacto, desperdigando todo su contenido. A pocos metros de él, algo que yacía en el suelo y estaba del revés lo atraía como un imán. Trataba de alcanzarlo con todas sus ansias, pero en ese momento su corazón palpitaba tembloroso y toda la estancia comenzaba a girar a su alrededor hasta que despertaba confuso con aquella palabra en la boca y sin lograr descifrar su significado: «Amagi.»

Lo que todos desconocían –su padre, Hadi; su mejor amigo, Adnan; y el propio Yuseph– era que a partir de este momento se iniciaría la historia de su vida. Conocería el amor, la venganza, el odio y la ambición… y en esos precipitados senderos de la existencia, descubriría la verdad de las cosas, las enseñanzas que le guiarían en su vida y la sabiduría eterna del mundo, hasta arrastrarlo irremediablemente hacia la revelación del secreto que el universo le susurraba a través de aquel sueño.

Sin embargo, por aquel entonces Yuseph ignoraba el que sería su destino, y solo podía pensar en una idea: su vigésimo cumpleaños. Le atraía la idea de estar convirtiéndose en un hombre al fin. Físicamente era larguirucho, aún verde y púber, como una caña de bambú. Avecinaba espalda ancha y gestaba la semilla de una terrible belleza. Su piel cobriza y brillante lo recorría como las dunas del desierto. Y sus ojos, forjados en bronce, emanaban una flama inquietante, casi hipnótica, de una virilidad tentadora y misteriosa.

Desde sus últimos días en la madraza, trabajaba en la zapatería sirviendo a su padre. Nunca le gustó el oficio y siempre imaginó otro futuro para sí mismo. Pero no podía ser egoísta: su padre envejecía y estaba solo; era su deber como hijo ayudarlo y cumplir sus expectativas. Deseaba vivir y escaparse, pero cada día se topaba con zapatos y pies sucios. Así, año tras año, los peregrinos recogían sus calzados; algunos se marchaban a tierras extrañas, otros volvían a sus hogares tras decenios de ausencia, y solo él permanecía anclado por los «deberías» y los «tendrías».

Pese a todo, hoy, al saltar del camastro, comenzó el día ilusionado. Se vistió con especial esmero y salió de su dormitorio, impaciente por recibir los abrazos y felicitaciones de Baba Jan[1].

Al momento le encontró en el zaguán, removiendo algunas cajas.

Su padre, Hadi Wahed, era un hombre ceremonioso como el incienso, y de maneras burocráticas. Solía caminar tiernamente encogido, como una tortuga centenaria, y aún conservaba algunas canas alrededor de las sienes. Al verle, le brindó una enorme sonrisa, abriendo los brazos en grande, y Yuseph se acercó mimoso para envolverse en ellos.

–Hola, Yuseph jan –le saludó–. Mira, todas estas eran cosas tuyas –y con aquel gesto que le había parecido una invitación para abrazarlo, señaló la estancia; luego, sin darle tiempo, se cruzó de brazos. Yuseph se detuvo en seco como si le hubiesen cortado las alas y sus mejillas se tiñeron de grana–. Hoy no podré acompañarte al taller, quiero acabar de ordenar este desastre.

Las últimas semanas había estado recogiendo los enseres viejos de la casa y regalando a la gente lo que ya no servía. Todo el descansillo estaba repleto de cajones de madera y líos de ropa. Reconoció entre ellos algunos retales de su infancia, pero no le dio importancia en aquel momento, ahogado como estaba por la amargura de su decepción. Su padre no se acordaba del día de su cumpleaños… una vez más. Lentamente, dio media vuelta con los hombros agachados, arrastrándose cansinamente, como si le pesasen los pies, cuando su padre volvió a hablar:

–¡Por Alá, casi olvidaba lo más importante! ¿Sabes qué día es hoy Yuseph jan?

Yuseph se giró, y una sonrisa iluminó su rostro como el Sol que reaparece entre las nubes.

–¡Sabía que se acordaría, Baba jan!

–Claro que me acordaría, hijo, ¿cómo iba a olvidarme de una ocasión tan especial? Hoy vienen los portugueses –Yuseph perdió su sonrisa–. Son nuestros mejores clientes, trátalos bien.

Yuseph asintió con la cabeza y se alejó en silencio.

En el exterior soplaba una brisa cálida, y los rayos oblicuos del amanecer imprimían sombras alargadas sobre la tierra húmeda. Desganado, bajó los escalones y comenzó a rodear la fachada hasta un cobertizo anexo, en cuyo interior habían construido el taller.

En la entrada había un pequeño jardín donde crecían dos bananos y una olorosa mata de jazmín abrazada a la tapia. Justo en el centro es donde aparecía el misterioso árbol con el que Yuseph soñaba cada noche.

La existencia pronto le revelaría su significado.

Cuando de pronto, se topó con alguien escondido al otro lado de la esquina. Estaba de espaldas y Yuseph gritó con fuerza, lo que provocó que se girase inmediatamente.

–¡Feliz cumpleaños, Yuseph! –declaró divertido.

Yuseph lo reconoció inmediatamente: era Adnan Amîs. Él era para su alma íntimo como un secreto, refrescante como la savia de menta, fluorescente en la adversidad, el espejo en el que mirarse, la sincronización más armoniosa, vigorizante como una poda, la distracción perfecta, el consuelo espiritual. Le regalaba alegría en envoltorios de risa: su amigo.

Ambos se abrazaron con alegría y Adnan le agarró de los hombros, alejándolo de sí para mirarle a los ojos.Solía leer su rostro con la facilidad de un libro abierto. Yuseph desvió la mirada imperceptiblemente, lo que provocó que Adnan sonriese con una mezcla de compasión.

–Se ha vuelto a olvidar, ¿no es así? –adivinó con perspicacia.

Adnan era de constitución esquelética y había crecido ligeramente encorvado, como una rama azotada por el viento. Todo él era frágil y rezumaba timidez; sin embargo, era avezado en la naturaleza humana.

–Al menos tú tienes alguien que no te aprecia –resolvió irónicamente–, yo ni siquiera tengo eso.

Yuseph sintió como si le despertasen de un golpe y agachó la mirada, ligeramente avergonzado. Adnan era huérfano desde los doce años y debió afrontar la vida prematuramente cuando sus padres fallecieron por dengue.

Bueno, esta noche tenemos que… le consoló Adnan, cuando, de pronto, su frase quedó interrumpida por un ataque de tos.

Su rostro enrojeció y una vena gruesa le serpenteó el cuello. Sus ojos se llenaron de lágrimas y la tos se hizo tan fuerte que lo dobló como a una brizna. Yuseph, alarmado, le palmeó la espalda, masajeándosela en círculos, hasta que el ataque fue remitiendo lentamente.

–¿Quieres que traiga agua? –En su voz se desveló el tono de inquietud.

Adnan negó con la mano.

–No te preocupes –jadeó–.

Yuseph se mordió los labios, sabiendo que estaba a punto de repetir algo que Adnand detestaba.

–Creo que deberíamos volver al médico…

–Estoy bien, en serio. El nuevo tratamiento está haciendo su efecto. –Se incorporó lentamente, apretándose un costado del estómago y luego exclamó–: Siento que estoy mejorando.

Yuseph tenía el ceño fruncido y, al verlo, Adnan volvió a sonreír con dificultad.

–No hay nada por lo que preocuparse, de verdad.

Yuseph no respondió. Hacía meses que el cuadro persistía. Al principio solo le afectó las articulaciones. Acudieron a todos los médicos de Dar Beīḍa[2], pero si algunos desconocían la enfermedad, otros el remedio. Lentamente, se adueñó de él una tos profusa cargada de secreciones. Tanto tosía que secó sus vísceras y comenzó a expulsar sangre. No podía resistir la luz y siempre le dolía la cabeza; incluso tragar saliva le irritaba la garganta. Por las noches solía subirle la fiebre, y más de una vez Yuseph le había velado a riesgo de sucumbir. Solo los curanderos se atrevían a ofrecerle sus mejunjes, y aunque resultaban inútiles, era cierto que el último remedio parecía estar haciendo su efecto.

–Bueno, ahora tengo que irme –agregó Adnan, irguiéndose para aparentar que estaba recuperado–, pero esta noche te invitaré a cenar en la taberna.

Se despidió con un nuevo abrazo y luego dio media vuelta. Yuseph habló a su espalda:

–¿Dónde vas a ir ahora?

Adnan no se giró para responder, simplemente continuó alejándose.

–Al trabajo.

–¿Pero antes…? –insistió Yuseph. Una ligera sonrisa curvó sus labios.

–Ya lo sabes, amigo…

–¿A casa de Akhtar, el alfarero?

Adnan siguió caminando sin responder, aunque Yuseph habría jurado que sonreía.

–¡Confiésale de una vez que estás enamorado! –le animó Yuseph.

–Mañana lo haré, te lo prometo, mañana…

Yuseph se encogió de hombros, siguiéndole con la mirada.

Adnan era recolector, y allá donde la cebada, la higuera, la uva o el argán hubieran llegado a la sazón, aparecía él como un aroma, dispuesto para la cosecha. A cambio, recibía un mísero jornal, lo suficientemente apañado para subsistir, pero no para invitarlo a cenar. Había heredado una modesta hacienda y tenía un techo bajo el que dormir. No necesitaba nada más, y habría sido el hombre más feliz de la tierra de no ser por el alfarero, que lo había enamorado terriblemente mediante sus argucias y encantos. Su hija, Imad, era su principal recurso. Una muchacha tierna y jugosa, de ojos grandes como mangos y agachados como un árbol por el peso de sus frutos. Según le había contado Adnan, la muchacha le atracó el corazón desde el día en que la vio en el mercado, tres años atrás. Con tiempo y esfuerzo logró descubrir que se trataba de la hija de Akhtar, el alfarero. Desde entonces, cada día, antes de marchar a trabajar, torcía el camino y entraba en la alfarería con la excusa de comprar una vasija. Su amigo Adnan no tenía apenas dinero para esos dispendios, pero ciego de amor como estaba, no solo parecía haber perdido el juicio, sino también el hambre. Lo gastaba todo, y con suerte le sobraba para comprar alguna fruta con la que resistir todo el día. Otros días, ni siquiera eso. Entonces, Yuseph solía llevarle comida por las noches y cenaban juntos, mientras él le relataba cada detalle de su encuentro con Imad, cantando sus alabanzas como el más ferviente adorador. No obstante, para su desgracia, Imad no parecía recaer en su presencia, y no tenía ojos más que para el suelo. Tenía que ser muy ingenioso para desenterrarle alguna palabra. Simplemente le atendía con frialdad y, una vez Adnan había escogido la vasija, ella la llevaba a la parte trasera, la liaba delicadamente en papel y, al cabo de unos minutos, volvía para entregársela.

Entonces, Adnan se debatía en tribulaciones. ¡Ella era tan hermosa, tan perfecta y sutil! ¿Cómo podría enamorarse de un hombre como él? De este modo, atormentado por sus defectos, postergaba cada día el momento de declararse a ella, esperando una señal del mañana, cualquier indicio que le insuflase valor. Y lo más triste de todo era que cada «mañana» del que hablaba Adnan, cuando llegaba, lo hacía como «hoy», y así, «mañana» nunca llegaba. Mientras, los jarrones se acumulaban en su casa, tal como llegaban, y no se molestaba siquiera en desenvolverlos. Los abandonaba y se marchaba a trabajar duramente, para cobrar un nuevo jornal que gastar en otro jarrón. Convencido de que un día, cuando le correspondiese, le mostraría su gran colección de jarras, y le haría entender el gran amor que sentía por ella.

Cuando Yuseph le perdió de vista, dio media vuelta y entró en el taller.

Sin embargo, a media mañana, sucedió lo siguiente:

Había abierto las puertas y ventanas, pero en la zapatería persistía un regusto a piel y resina. Un efluvio de luz se estampaba contra la pared del fondo, iluminando la escena. Las paredes estaban cubiertas con nichos del tamaño de un puño, en los que se ordenaba el calzado. En simetría de menor a mayor se alineaban las hormas, y los rollos de fieltro y tela pendían de un armazón, junto con los pellejos rebajados.

Aún rumiaba las palabras de Adnan, cuando escuchó un lamento que venía del exterior, como el gemido de un hombre. Rápidamente se incorporó asustado, asomándose por la ventana.

Al otro lado de la carretera estaba el estercolero que pertenecía a los Shah, una familia de terratenientes. A lo lejos distinguió a Hishâm Âkil, enfangado hasta las rodillas, llevándose las manos al cielo entre gritos.

A Yuseph le sorprendió aquella actitud, pues en años, rara vez le había visto hablando siquiera. Simplemente era un humilde jornalero que, a pesar de su avanzada edad, podía trabajar como el más recio de los jóvenes, y en ello se afanaba. Aparecía el primero por las mañanas y se marchaba el último. No era hombre que pululase los vicios y tampoco era asiduo a las palabras.

En cambio, ahora estaba llorando desaforadamente mientras trataba de tocar los pies de su señor, quien los retiró ahuyentado por las heces. Iba envuelto en un caftán de una blancura impecable, y parecía que el menor gesto de Hishâm fuese a embarrarlo. Era Nakeel Shah.

–Tiene que marcharse hoy mismo, lo siento, pero no puede seguir trabajando aquí –resolvió tajante.

Las lágrimas le barrían el rostro a Hishâm Âkil cuando habló.

–Pero ¿qué haré Señor? No sé hacer otra cosa que recoger estiércol. He trabajado toda mi vida para ustedes, como un esclavo. ¡Jamás he enfermado! ¡Ni tampoco ha habido día que haya llegado tarde! Además, ¡siempre he hecho cuanto se me ha ordenado! ¿Qué error he cometido, por Alá? ¡Dígamelo para subsanarlo!

El hijo de Emaar Shah le miraba impertérrito.

–No es culpa suya, Hishâm –trató de aplacarlo–. No ha sido fácil tampoco para nosotros. Desde que ha muerto nuestro querido padre todo el peso ha recaído sobre mis hermanos y yo. Tengo que tomar las decisiones más adecuadas para sacar adelante a mi familia. Las deudas nos ahogan y he de subsanar las cuentas. El estercolero ya no es rentable y necesitamos administrarlo de otro modo. ¿Sabe usted leer y escribir acaso?

–¿Leer y escribir? –Hishâm se llevó las manos sucias a la cabeza y se golpeó la frente con saña–. ¿Cómo voy a saber leer y escribir? ¡Soy un simple jornalero! ¡Pero puedo trabajar como nadie! Por favor, señor, no quiero morir de hambre… no tengo a nadie… –Se ahogaba en sollozos.

–No hay tiempo para esto, Hishâm. Debe marcharse hoy mismo.

Nakeel Shah dio media vuelta y se marchó tembloroso, con una fasciculación en el ojo izquierdo.

Hishâm Akîl miró alrededor en busca de ayuda, deseando que algún vecino intercediese, pero todos los curiosos se escabulleron y Yuseph volvió también a sus tareas.

¡Ojalá hubiera sabido entonces que los acontecimientos que se desarrollaron influirían sobre su destino irremediablemente! ¡Porque hasta el más mínimo incidente puede transformar nuestras efímeras existencias!

 Mientras, las horas fueron desmenuzando el día hasta que ya no quedó nada de él salvo una noche estrellada, en la que los astros se alineaban en una simetría premonitoria.

Su padre aún no le había felicitado y él incluso había pensado en recordárselo, pero no tendría sentido. Sería como comprar un obsequio para sí mismo, empaquetarlo con sus propias manos y luego desenvolverlo fingiendo sorpresa: perdería su esencia.

En aquel momento, alguien apareció por la puerta del taller y Yuseph levantó la vista: era Adnan. Traía una sonrisa y una oferta que no se podía permitir. Yuseph guardaba sus ahorros en un pequeño cofre bajo el catre, y ya había cogido algo de dinero tras el almuerzo. Aceptaría la invitación de Adnan, y cuando llegase la hora, no le dejaría pagar. Dejó las herramientas sobre la lona en que estaba sentado y se levantó para abrazarlo. Juntos y entre risas guardaron las cosas en su sitio y cerraron el taller bajo llave. Luego entraron en la casa para avisar a su padre antes de marcharse.

Cuando atravesaron el zaguán, le encontraron en el patio,bajo la luz incierta de la luna llena, ocupado con un objeto entre las manos. Sin duda, algo que habría encontrado en el desván y había despertado su curiosidad.

¿Baba?

–¿Hum? –recibió desde el otro lado de su espalda.

–He cerrado el taller y, con su permiso, me gustaría salir a cenar con Adnan.

Su padre se giró de golpe, con la mirada furiosa, como si estuviese teniendo una revelación.

–¡En absoluto! No tenemos muchos clientes y no hay dinero que gastar. No irás a ninguna parte… ¿Has acabado el encargo de Sameer Agha?

Yuseph, más que ofendido, se sintió terriblemente derrotado.

–Al menos podría dejarme descansar hoy, Baba.

Su padre siguió observándolo impertérrito.

–¿Al menos hoy? ¿Por qué? ¿Qué es hoy?

Sus palabras fueron para Yuseph el desprecio último. Se acercó hasta una de las puertas, saco de detrás el delantal de faena y se lo ató a la cintura.

–Nada, no tiene importancia –respondió con severidad–. Volveré al taller para terminar el trabajo.

 Pero antes de que pudiese salir por la puerta, Adnan se interpuso ante él yle detuvo agarrándole del hombro. Luego se encaró a Hadi con visible nerviosismo.

–¿Que qué es hoy? Hoy, Hadi Jan, es el cumpleaños de su único hijo.

Su padre retrocedió con la boca abierta.

–¿Qué? –preguntó con mirada recriminatoria a Adnan–, ¿por qué nadie me avisó?

Yuseph le interrumpió con respeto.

–Porque hay cosas que no se dicen, solo se comprenden.

Su tono era tan endeble que Hadi se sintió avergonzado, y se abalanzó sobre él, abrazándolo.

–¡Qué necio he sido! –balbuceó emocionado. A Yuseph le pareció extraño: había pasado el día entero esperando aquel momento y, cuando finalmente había llegado, le resultaba un puro trámite insulso; descubrió que ya no le importaba. Su padre continuaba disculpándose–: Perdona a este padre…

–No importa, Baba.

–Sí que importa –insistió él–. He sido un inconsciente.

–No se preocupe, lo ha olvidado tantos años, que poco importa uno más.

–Es que a veces estoy tan concentrado en el trabajo que ni siquiera me doy cuenta de que hoy es el cumpleaños de mi único hijo, mi primogénito, mi heredero…

Yuseph le miró con ojos de ruego.

–¿Puedo entonces salir con Adnan, por favor?

–Claro, claro, hijo. Ve con tu amigo y disfruta del día de hoy, que estarás deseándolo. –A Yuseph le habría gustado decirle que él no necesitaba salir para disfrutar. Le habría bastado con una muestra de afecto para variar. Que le demostrase que realmente era tan importante para él como decía siempre. No obstante, en lugar de ello asintió domesticado y colgó el delantal detrás de la puerta.

Adnan permanecía en silencio, y cuando sus miradas coincidieron, parecieron comunicarse en silencio. Él, más que nadie, comprendía lo que sucedía en su interior. En cambio, su padre sonreía contento como si el daño estuviese reparado.

Yuseph le devolvió una sonrisa forzada y, con el brazo de Adnan sobre sus hombros, se dispuso a salir. De pronto, Baba Jan habló a sus espaldas:

–Yuseph, acércate un momento, por favor.

Suspirando, volvió sobre sus pasos y cruzó el patio; ambos quedaron bajo la noche estrellada. Su padre le miraba de un modo extraño, sonriéndole con picardía, y Yuseph aguardó en silencio. Entonces, Hadi introdujo una mano dentro del bolsillo de su caftán y, delicadamente, extrajo un regalo empaquetado en seda.

–Feliz cumpleaños, hijo –susurró con ternura.

Yuseph abrió la boca sorprendido, sintiendo que se le humedecían los ojos.

–¡Se acordaba! –exclamó. Su padre hizo un gesto con la cabeza y Yuseph se sintió avergonzado por lo que había dicho y pensado todo el día–. Entonces, ¿por qué no me lo dijo antes?

Hadi suspiró, repitiendo con solemnidad las palabras que le había dicho hace unos instantes.

–Porque hay cosas que no se dicen, solo se comprenden.

Yuseph se abalanzó sobre él y le rodeó con fuerza, embargado por la emoción.

–Yuseph –continuó su padre–, mi regalo es muy insignificante, pero tu alegría lo ha engrandecido. Cuando pierdes algo que te pertenece y lo recuperas, entonces descubres su verdadero valor. Pronto sabrás por qué digo esto.

Yuseph retrocedió un paso y lo miró a los ojos con curiosidad.

–Este regalo es un acertijo –agregó–, tú solo tendrás que hallar el significado de mi obsequio. Si lo comprendes, habrá sido lo más valioso que nadie te haya regalado jamás.

Yuseph sintió que le recorría un estremecimiento; había algo extraño en la voz de su padre. Pero no preguntó y decidió que abriría el regalo más tarde, cuanto estuviese solo. Volvió a abrazarle y se marchó con Adnan, sin saber que, años más tarde, cuando volviese la mirada atrás, descubriría que aquel obsequio marcó su devenir para siempre.

De camino hacia la taberna, se encontraron con Hishâm, sentado en la calle, llorando desconsoladamente sin saber qué hacer con su vida. Ellos se alejaron con discreción, pero en el camino de vuelta dejaron un plato de comida a sus pies, mientras dormía. Aunque se equivocaban, porque Hishâm estaba despierto.

Cuando Yuseph por fin estuvo solo en su dormitorio, abrió el regalo y quedó completamente sorprendido.

  C O N T I N U A R Á

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[1] «Padre querido». Como término independiente, «Jan» es el equivalente aproximado a «cariño», y se utiliza casi exclusivamente para los parientes cercanos, tales como esposas, padres e hijos.

[2] Se trata del nombre de la ciudad en dialecto marroquí: en español, Casablanca.

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